jueves, 10 de diciembre de 2015

Cuento: "Las Raíces de la Consecuencia"

Las Raíces de la Consecuencia

Cuento participante de la 25ta versión del concurso "Cuentos en Movimiento", bajo el seudónimo de 
Arsenio Lupin.


Título: “Las Raíces de la Consecuencia”
Nombre: Felipe Exequiel Oro Salinas
Ocupación: Estudiante de Pedagogía en Inglés, Universidad de Santiago.
Seudónimo: Arsène Lupin

Una luz pálida bañaba el cuarto oscuro. El señor Orlando, recostado sobre la cama, miraba la pantalla del televisor con expresión vacua. Sus ojos no parecían estar fijos en ningún punto en específico, limitándose a estar apuntados en dirección a la luz. En definitiva, que su mirada no tenía señal. Y tampoco tenía señal su televisor. La pantalla no mostraba más que esquirlas de blanco y negro superponiéndose y parpadeando mientras un susurro indefinido tocaba de fondo. Estiró un brazo hacia le mesita de noche, tomó unos rastrojos de maní de un pocillo, se los llevó a la boca, y chupó la sal en la punta de sus dedos. En ningún momento apartó la mirada de la pantalla; apenas parpadeó.

El cuarto recordaba a la habitación de un motel de carretera mal mantenido y, sin embargo, había una extraña armonía en ello. El papel mural, de un verde-claro desteñido con un diseño de flores hacía juego con una moqueta de un verde más oscuro, deshilachado y manchado por el uso y la falta de limpieza. También contaba con un clóset de puerta corrediza y, coronando los escasos objetos ya mencionados, una ampolleta desnuda colgando del centro del techo. Ambas puertas conectaban tanto con el baño de servicio como el living y este, a su vez, con la cocina y la salida. Pero él no tendría uso para ninguna de estas puertas el día de hoy. Nada que hacer en el living, nada que cocinar ni comer en la cocina y nada de lo cual deponer en el baño, de momento. Toda su atención se hallaba en el ruido de la televisión y a veces, a través de ese ruido, él veía… cosas difusas y cambiantes, difíciles de hacer sentido y no muy diferentes de la estática, al principio. Pero con el tiempo descubrió que se hacían más claras, las cosas al otro lado de la televisión. Ahora último sentía que, de sólo incorporarse un poco sobre la cama y estirar el brazo, sólo tal vez….

Comenzó un otoño. Los papeles de divorcio estaban en regla y había conseguido una renta bastante favorable para su nuevo apartamento. Tanto Camila como Gustavo, sus hijos, vivían de manera independiente y tenían más o menos armadas sus vidas. Amanda, su ex esposa, sencillamente no quería saber más de él. Mirando las cosas en retrospectiva, la separación nunca tomó una dimensión de realidad sino hasta que, sumándose al montón, fue despedido. Entonces comenzó a quedarse en casa.

Con lo que tenía, podía costearse los gastos básicos sin mayores preocupaciones y, por qué no, permitirse una noche de diversión de vez en cuando. Tras esos cuantos años un tanto turbulentos de matrimonio y vida familiar, creyó que esta vida sencilla y sin preocupaciones de soltero, acompañado de nada más que la soledad de su sombra y la pantalla intermitente del televisor, sería idílica. Y por un tiempo, lo fue. Pasados unos meses, sin embargo, las cosas cambiaron.

No era como si las cosas le hubieran empezado a salir mal, pues no había nada que realmente él hiciera. El cambio no había sido exterior, sino más bien de algo dentro suyo; algo de lo que había comenzado a darse cuenta y que se retorcía y crispaba cada vez que ese pensamiento cruzaba por su mente. Ese algo, que había cambiado y, por tanto, ahora era diferente, se concretaba en la sensación de estar siendo arrastrado.

En un inicio, la sensación se manifestaba como una ligera molestia al levantarse de la cama, una desazón. Más adelante, la molestia vendría acompañada de un poco de vértigo. Pasado un tiempo, comenzó a notar lo poco que estaba saliendo de casa. Salía para pagar las cuentas y comprar los víveres y pronto volvía, se desnudaba y metía en la cama. Ahí comía, bebía y veía la televisión. La cama, por decirlo de cierta forma, había pasado a ser el centro de su ser y ésta, a su vez, orbitaba alrededor del televisor. Para él, la analogía no podía ser más clara: había pasado a ser un satélite de su cama y ésta, a su vez, era atraída por una fuerza más poderosa. El pensamiento de resistir esta fuerza, inquebrantable como la gravedad misma, pasó por su cabeza, pero pronto fue descartado. No había, de todas formas, nada que le atrajera al mundo exterior.

Eventualmente dejó de sentir interés alguno por los programas. Pasaba horas ensimismado ante la estática del aparato. En ocasiones, imagen y sonido se tornaban en sensaciones que, de alguna manera, pudo llegar a descifrar a través de la maraña de estática. Estas sensaciones, a su vez, estaban constituidas por cosas que debía saber y cosas que debería saber. Las cosas que debía saber le mostraban las cosas tal cual eran. Las cosas que debería saber, por otro lado, se manifestaban en augurios sobre cosas que podrían pasar si él avanzaba en ese momento. Por ejemplo, en un determinado momento sintió que, de avanzar en ese momento, acabaría en una isla desierta; en la isla habría respuestas. Aún cuando nunca pudo determinar qué querría decir esto último, sí sabía qué es lo que avanzar quería decir, pues esto era parte de las cosas que debía saber.

A diferencia de la sensación de estar siendo arrastrado, estas sensaciones surgieron como algo natural; como si siempre hubiesen estado allí, sólo que ahora se daba cuenta de su presencia. Sumadas, estas sensaciones le recordaron al yin-yang. El símbolo chino del bien y el mal y el equilibrio, girando eternamente y brillando en la pantalla de su televisor.

Esta vez, vislumbró un paraje árido y un camino poco transitado, del otro lado de la pantalla. Este lugar tendría respuestas, aun si no sabría precisar de qué tipo. Ahora que entendía de las cosas que debía saber y atisbaba a las que debería saber, de pronto la pantalla de su televisor dejaba de ser un panel de vidrio y más parecía un charco en el cual él pudiese zambullirse. En efecto, a punto estuvo de hacer esto cuando cayó en la cuenta de que, así como estaba—vale decir, completamente desnudo—, ir directo a un lugar así no parecía una muy buena idea. Así pues, se levantó, fue al clóset y se vistió con una camisa a cuadros de manga corta y unos pantalones de pana color caqui. Del otro lado, sacó un bolso de mano y en él puso ropa de cambio, su teléfono, documentos y pasaporte—en caso que tal lugar quedase en otro país—. También fue a la cocina y metió unas barras de granola y una botella de agua. Luego se calzó los zapatos, la chaqueta y el sombrero y se plantó frente al televisor. Una corriente parecía soplar desde su interior, pero tan pronto la notaba como esta dejaba de existir. Aun así, el charco que antes había sido la pantalla de su televisor seguía ahí. Rozó su superficie con la punta de los dedos y una serie de ondas se extendió hacia los bordes. La sensación no fue muy diferente a la de haber tocado un charco real. Recogió la mano y la miró unos momentos: los pelos se le habían erizado y una descarga recorría las puntas de sus dedos pero, por lo demás, estaba seca. La sensación del paraje árido—un desierto, estaba casi seguro— al otro lado seguía asentada dentro de él pero sabía que tarde o temprano, al igual que la isla desierta, esta desaparecería y no se volvería a presentar. Así pues, se armó de valor, apretó fuerte el bolso a su lado y saltó a través del televisor.
Avanzar fue muy similar a lo que sentía de niño al nadar en el mar. A veces, las olas eran tan grandes que lo sobrepasaban, se envolvían sobre él y lo arrastraban en vueltas violentas hacia la orilla. Por las malas, había aprendido a aguantar la respiración y cerrar firmemente los ojos hasta que todo hubiese pasado. Y eso hizo.

Al despertar, se encontró acurrucado en la grava junto a la carretera. El camino se extendía en el horizonte como una delgada línea oscura. Atardecía. Se incorporó y palpó su cuerpo, sacudiéndose la tierra. Estaba seco y aún conservaba sus cosas… salvo el sombrero, tirado en medio de la carretera. Lo recogió y miró alrededor. Nunca había estado en un desierto, pero había visto documentales del Sahara y el Desierto de Atacama por televisión. Dejando de lado la aridez, este lugar no se les parecía en mucho. Donde esperaba encontrar enormes dunas de arena, había tierra plana y compacta, con algunos hierbajos y matojos repartidos aquí y allá. En lugar de un desierto, el paraje árido había resultado ser una llanura. El camino poco transitado tenía que ser una clara alusión a la carretera.

“¿Tendría, acaso, que ser yo quien lo transite?”

La carretera corría de este a oeste y, mientras que a un lado se ponía el sol, al otro ya terminaba de oscurecer, un cúmulo de nubes divisándose a lo lejos. Se sentó sobre una roca junto al camino y esperó. Ese lugar tendría respuestas —esto era algo que sabía muy bien—, y en algún momento estas tendrían que aparecer.

Y sin embargo, las horas pasaron y se hizo de noche. Si hubiese sabido que las noches en la llanura serían tan frías, habría traído una manta o ropa más abrigadora. También habría traído más comida. Ya había comido una de ocho barras de granola y bebido un cuarto de la botella de agua. En su juventud había dormido al descampado en ocasiones, pero siempre había estado acompañado, tanto de gente como de una suntuosa cena. Ahora estaba solo y viejo, sus recursos muy limitados y en un lugar desconocido. Si las respuestas no se manifestarían por su cuenta, tal vez él debiera buscarlas.

Caminó hacia el oeste, junto al camino. Pensó que sería agradable sentir el calor del sol en su espalda tras horas de caminar. Aún si no encontraba las respuestas que buscaba, tal vez el nacimiento del sol le devolvería los ánimos. Las nubes a sus espaldas, sin embargo, tenían otros planes y pronto alcanzaron sus talones, a cada mirada más turbias, augurando la tormenta. Y, tras tres horas de caminata, la tormenta cayó. Cubriéndose la cabeza con el cuello de la chaqueta apuró la marcha, mirando de lado a lado por si pasaba algún automóvil o, cuanto menos, lograba divisar algún lugar donde refugiarse de la lluvia. En eso estaba cuando, a sólo un par de millas al norte de la carretera, distinguió una débil luz. La caminata cedió lugar al trote y, de este, a la carrera. Corrió hasta quedar sin aliento y aún entonces no aminoró el paso. En su apuro dejó caer el bolso y el sombrero, pero no le importó. La luz, que ahora distinguía claramente como una fogata, le llamaba. Y supo que era una luz con respuestas.

Casi llegaba al lugar cuando resbaló con el barro y casi cae, de no ser por una mano que se le tendió momento indicado. Tratando de recobrar el aliento, se dejó conducir hacia la fogata, donde fue sentado en un tronco frente a esta. Otras manos, diferentes a las que le habían salvado de caer y conducido a la fogata, le quitaron la chaqueta y la camisa, poniendo un chal de lana sobre sus hombros. Otras manos pusieron un bol de sopa caliente entre las suyas. Entonces levantó la vista.

Sobre su cabeza había una amplia carpa de algún material impermeable, pues el agua no caía ahí. La fogata se hallaba en el centro de un corro de piedras y a este, a su vez, lo rodeaba un círculo de troncos posicionados en sentido horizontal. En los troncos había gente sentada, algunos con boles como el suyo entre las manos, otros con instrumentos y otros sin nada.

—Tómatela antes que se enfríe —dijo la voz de una mujer a su lado.

El señor Orlando, aún temblando, miró en su dirección y asintió dándole las gracias. Tomó la sopa directo del bol, con parsimonia. Estaba deliciosa.

—Es una noche extraña para encontrarnos, viajero —esta vez era la voz de un hombre. Su tono era afable y cordial—. Ha pasado un tiempo desde que acogimos a alguien en una noche de tormenta, pero supongo que una noche así es tan buena como cualquiera para salir a buscar respuestas.

No pudo más que asentir ante esto último y no le extrañó en lo más mínimo. Después de todo, no había nada antinatural en ello: él estaba ahí para encontrar respuestas, aun si aún desconocía las preguntas.

Miró por sobre la fogata y por entre la gente tras ésta, y pudo ver una serie de carromatos bordeando la carpa. Tres círculos concéntricos, incluyendo las piedras, los troncos y los carromatos. Eso quería decir que conseguía respuestas a tres de sus preguntas; una sonrisa asomó en su rostro.

—Muchas gracias por su hospitalidad. No sé qué habría sido de mí de no ser por ustedes. La sopa ha estado estupenda, por cierto. Espero, pues, no sonar descortés al decir esto, pero siento que no es algo que pueda aplazarse más.

Hizo una pausa para dejar el bol vacío entre sus pies e inclinarse un poco en dirección al fuego. Entonces suspiró y añadió:

—Sé que estoy aquí para encontrar respuestas que ustedes pueden entregarme. También sé que puedo hacerles tres preguntas, las que sean, y que estas preguntas son de alguna forma importantes para mí, hasta tanto como sus respuestas. Quisiera, pues, pedir permiso para comenzar.

—Puedes comenzar —dijo una voz que no había oído hasta el momento, una voz sin sexo ni edad, pero cargada de sabiduría.

El señor Orlando aclaró su garganta y comenzó:

—Pues bien… ¿Qué es lo que realmente debo preguntar?

—Debes preguntar sobre la máscara que llevas en tu rostro. La máscara es una pregunta en sí misma.

Ante esto se llevó una mano a la cara y, efectivamente, llevaba algo rugoso y duro puesto sobre la cara. Entonces notó el poco aire que pasaba a través de los orificios en la nariz de dicha máscara, los bordes en las aperturas para los ojos, la estrecha rendija para la boca y los diminutos agujeros, casi inexistentes, para las orejas. Apenas sí pudo oír su próxima pregunta:

¿Por qué llevo puesta esta máscara?

—La máscara te la has puesto tú mismo. Para proteger y para lastimar. Al principio podías ponértela y sacártela a voluntad, pero con el tiempo comenzaste a pensar en la máscara como tu propio rostro.

Volvió a llevarse las manos a la cara, y pudo comprobar que la máscara ya no estaba ahí. Aparentemente, su rostro había vuelto a la normalidad. Pero aún había algo que se sentía fuera de lugar, algo que, creía, finalmente podía empezar a comprender. Volvió a palpar su rostro, ahora con más cuidado, y pudo sentir la máscara bajo los pliegues de su piel.

—La máscara es parte de mí… no. Incluso se podría decir que yo he pasado a ser la máscara, aún si nunca me di cuenta. Si miro hacia atrás y le sigo el rastro, puede que encuentre su presencia en cada una de las decisiones que he tomado, cada una ramificándose en otras tantas, cada una con su consecuencia, todas nutriéndose de la misma fuente… una fuente que está contaminada.

Miró a todos los presentes que rodeaban el círculo, nunca logrando retener cada uno de sus rasgos por más de una fracción de segundo. Sin embargo, recordaba sus miradas solemnes y el leve asentimiento con el que le instaban a hacer su última pregunta.

En cierto modo, esa pregunta ya había ocurrido y así también había sido respondida, pero el señor Orlando la pronunció de igual manera:

¿Puedo quitármela ahora?

Ya conoces la respuesta —la voz era clara y vibrante, y estaba grabada en su cabeza.

Entonces se quitó la máscara, y sonrió de verdad.