Un joven de semblante inexpresivo, pelo
negro alborotado, y auriculares con vincha al cuello presiona el timbre de una
larga residencia señorial de un periodo pasado. Lleva el uniforme de la
secundaria alta local —con la camisa por fuera y la chaqueta abierta— y un
maletín al hombro. «¿Diga?» Dice la voz de una mujer a través del aparato. El
estudiante se presenta como Saiseki Shin, y señala que está allí por el
aviso.
Al
cabo de unos minutos, una anciana empleada conduce a Saiseki por un camino de
piedra hacia el interior de la residencia. Dentro, se quita los zapatos y calza
unas pantuflas para invitados, dejando el maletín a un costado. El interior está
cargado de un fuerte aroma a incienso, que se intensifica a medida que avanzan
a oscuras hacia las habitaciones del fondo. El silencio presente es apenas
fragmentado en intervalos cortos, provocados por el arrastrar de las pantuflas
de la anciana y un pitido ignoto, casi imperceptible murmura maldiciones al
oído de Saiseki. Ya cerca del final del pasillo, se detienen frente a una
puerta corrediza con el grabado de unas flores de loto. El resplandor titilante
de las velas en el interior de la habitación se filtra a través del wagami y
las flores parecen oscilar al compás de las llamas.
—Puedes
pasar —dice la voz quebrantada de una mujer en el interior.
La
anciana se arrodilla frente a la puerta y la abre con cuidado, manteniendo
siempre una postura de reverencia. Saiseki entra a través de un humo de
incienso fluorescente a una amplia habitación de cuatro puertas. Reconoce
pergaminos con sellos en cada una de las puertas, incluida la que la anciana
cierra detrás. Un centenar de velas e inciensos rodean el centro, donde se
sitúa una mujer de mediana edad sentada frente al futón en el que yace una niña
pequeña respirando con dificultad y que lleva un pergamino similar a los otros
en la frente.
—¿Qué
dijeron los doctores? —pregunta Saiseki, sentándose junto a la mujer.
—Le
hicieron todos los exámenes pertinentes; no encontraron nada.
—¿Y
el sacerdote?
—Dijo
que no se podía hacer nada aparte de mantenerlo sellado, pero que era un dios y
el cuerpo de Nana-chan no resistiría —dice ella, y se echa a llorar sobre el
futón y el cuerpo afiebrado de la niña.
—Dudo
que sea un dios. Tal vez fue haya sido deidad en algún momento, pero ahora
mismo su trazo áurico está completamente corrupto. Un dios se mantiene como tal
sólo si se mantiene a las expectativas de los humanos. Por lo tanto… —dice
Saiseki mientras dirige su mano derecha hacia el pergamino en la frente de la niña.
—¿Puedes
curarla? —dice ella con un nuevo brillo en los ojos humedecidos.
Sin embargo, Saiseki la ignora y retira el
pergamino de un tirón. Una sonrisa siniestra aparece dibujada en su rostro.
—¡Es
un Oni!
Los
cabellos se le revuelven por el viento aciago que de pronto aparece enfriando
el cuarto cerrado. Las velas bailotean alteradas y se apagan en un chasquido,
despidiendo un humo suave. La madre se altera y comienza a gimotear. No se
puede ver más de lo que permite el último rayo de luz solar verdosa filtrado a
través del papel de una de las puertas y un miasma putrefacto comienza a emanar desde el cuerpo de la niña. La mujer
intenta dejar la habitación, pero Saiseki la toma por la muñeca y le dice que
guarde silencio y espere. El miasma adquiere un brillo espectral y gira en
torno al cuerpo de la niña, sacándolo del futón y elevándolo por los aires. La
habitación se torna en un acto de luces violáceas y sombras que se escurren por
cada rincón, acentuando tanto la
expresión de horror en la mujer—los ojos abiertos en par y las comisuras de los
labios temblando en una risita nerviosa—como las facciones imperturbables de
Saiseki, que sólo se limita a mirar el espectáculo.
—Humano...
¿Qué es lo que más deseas?
La
niña habla en un tono de voz grave. Resulta imposible decir si se trata de la
voz de un hombre o el de una mujer. Es, más bien, como si se tratara de muchas
voces en agonía, todas hablando al unísono.
—Estás
corrupto.
Saiseki
ignora la palabras del Oni y a la mujer que se le aferra al brazo temblando y
sollozando y se pone los auriculares en las orejas al tiempo que saca un
frasquito de plástico y un pañuelo.
—Escuche
—dice Saiseki, dirigiéndose a la mujer a su lado—. Debe hacer todo lo que le
diga. No deje la habitación ni permita que nadie entre. ¿Está claro?
Saiseki
sostiene a la mujer por los hombros y la mira directo a los ojos, sin parpadear
un sólo momento. Por un momento, un destello índigo se refleja en sus ojos.
—Sí...
La
mujer deja de sollozar de pronto y se queda mirando el vacío.
Saiseki
derrama un poco del contenido del frasco en el pañuelo y luego le entrega el
sobrante a la mujer, que se retira a un rincón apartado de la habitación.
—Humano...
¿Cuál es tu deseo?
No
hay inflexión en la voz. No hay intención detrás. No hay nada.
Saiseki
coge su teléfono móvil, conectado a los auriculares e inicia el programa
"OBE":
Out-Of-Body-Experience Program
>Track 1 >Loading…
Out-Of-Body-Experience Program
>Track 1 >Complete!
Saiseki
cierra los ojos y se lleva el pañuelo a la cara, tapando por completo la boca y
las fosas nasales. Y entonces cae inconsciente.
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