Las Raíces de la Consecuencia
Cuento participante de la 25ta versión del concurso "Cuentos en Movimiento", bajo el seudónimo de
Arsenio Lupin.
Título:
“Las Raíces de la Consecuencia”
Nombre:
Felipe Exequiel Oro Salinas
Ocupación:
Estudiante de Pedagogía en Inglés, Universidad de Santiago.
Seudónimo:
Arsène Lupin
Una
luz pálida bañaba el cuarto oscuro. El señor Orlando, recostado sobre la cama, miraba
la pantalla del televisor con expresión vacua. Sus ojos no parecían estar fijos
en ningún punto en específico, limitándose a estar apuntados en dirección a la
luz. En definitiva, que su mirada no tenía señal. Y tampoco tenía señal su
televisor. La pantalla no mostraba más que esquirlas de blanco y negro
superponiéndose y parpadeando mientras un susurro indefinido tocaba de fondo.
Estiró un brazo hacia le mesita de noche, tomó unos rastrojos de maní de un
pocillo, se los llevó a la boca, y chupó la sal en la punta de sus dedos. En
ningún momento apartó la mirada de la pantalla; apenas parpadeó.
El
cuarto recordaba a la habitación de un motel de carretera mal mantenido y, sin
embargo, había una extraña armonía en ello. El papel mural, de un verde-claro
desteñido con un diseño de flores hacía juego con una moqueta de un verde más
oscuro, deshilachado y manchado por el uso y la falta de limpieza. También
contaba con un clóset de puerta corrediza y, coronando los escasos objetos ya
mencionados, una ampolleta desnuda colgando del centro del techo. Ambas puertas
conectaban tanto con el baño de servicio como el living y este, a su vez, con
la cocina y la salida. Pero él no tendría uso para ninguna de estas puertas el
día de hoy. Nada que hacer en el living, nada que cocinar ni comer en la cocina
y nada de lo cual deponer en el baño, de momento. Toda su atención se hallaba
en el ruido de la televisión y a veces, a través de ese ruido, él veía… cosas
difusas y cambiantes, difíciles de hacer sentido y no muy diferentes de la
estática, al principio. Pero con el tiempo descubrió que se hacían más claras,
las cosas al otro lado de la televisión. Ahora último sentía que, de sólo
incorporarse un poco sobre la cama y estirar el brazo, sólo tal vez….
Comenzó un otoño. Los papeles de divorcio estaban
en regla y había conseguido una renta bastante favorable para su nuevo
apartamento. Tanto Camila como Gustavo, sus hijos, vivían de manera
independiente y tenían más o menos armadas sus vidas. Amanda, su ex esposa,
sencillamente no quería saber más de él. Mirando las cosas en retrospectiva, la
separación nunca tomó una dimensión de realidad sino hasta que, sumándose al
montón, fue despedido. Entonces comenzó a quedarse en casa.
Con
lo que tenía, podía costearse los gastos básicos sin mayores preocupaciones y,
por qué no, permitirse una noche de diversión de vez en cuando. Tras esos
cuantos años un tanto turbulentos de matrimonio y vida familiar, creyó que esta
vida sencilla y sin preocupaciones de soltero, acompañado de nada más que la
soledad de su sombra y la pantalla intermitente del televisor, sería idílica. Y
por un tiempo, lo fue. Pasados unos meses, sin embargo, las cosas cambiaron.
No
era como si las cosas le hubieran empezado a salir mal, pues no había nada que
realmente él hiciera. El cambio no había sido exterior, sino más bien de algo
dentro suyo; algo de lo que había comenzado a darse cuenta y que se retorcía y
crispaba cada vez que ese pensamiento cruzaba por su mente. Ese algo, que había
cambiado y, por tanto, ahora era diferente, se concretaba en la sensación de
estar siendo arrastrado.
En
un inicio, la sensación se manifestaba como una ligera molestia al levantarse
de la cama, una desazón. Más adelante, la molestia vendría acompañada de un
poco de vértigo. Pasado un tiempo, comenzó a notar lo poco que estaba saliendo
de casa. Salía para pagar las cuentas y comprar los víveres y pronto volvía, se
desnudaba y metía en la cama. Ahí comía, bebía y veía la televisión. La cama,
por decirlo de cierta forma, había pasado a ser el centro de su ser y ésta, a
su vez, orbitaba alrededor del televisor. Para él, la analogía no podía ser más
clara: había pasado a ser un satélite de su cama y ésta, a su vez, era atraída
por una fuerza más poderosa. El pensamiento de resistir esta fuerza,
inquebrantable como la gravedad misma, pasó por su cabeza, pero pronto fue
descartado. No había, de todas formas, nada que le atrajera al mundo exterior.
Eventualmente
dejó de sentir interés alguno por los programas. Pasaba horas ensimismado ante
la estática del aparato. En ocasiones, imagen y sonido se tornaban en
sensaciones que, de alguna manera, pudo llegar a descifrar a través de la
maraña de estática. Estas sensaciones, a su vez, estaban constituidas por cosas
que debía saber y cosas que debería saber. Las cosas que debía
saber le mostraban las cosas tal cual eran. Las cosas que debería saber,
por otro lado, se manifestaban en augurios sobre cosas que podrían pasar si él avanzaba
en ese momento. Por ejemplo, en un determinado momento sintió que, de avanzar
en ese momento, acabaría en una isla desierta; en la isla habría respuestas.
Aún cuando nunca pudo determinar qué querría decir esto último, sí sabía qué es
lo que avanzar quería decir, pues esto era parte de las cosas que debía
saber.
A
diferencia de la sensación de estar siendo arrastrado, estas sensaciones
surgieron como algo natural; como si siempre hubiesen estado allí, sólo que
ahora se daba cuenta de su presencia. Sumadas, estas sensaciones le recordaron
al yin-yang. El símbolo chino del bien y el mal y el equilibrio, girando
eternamente y brillando en la pantalla de su televisor.
Esta
vez, vislumbró un paraje árido y un camino poco transitado, del otro lado de la
pantalla. Este lugar tendría respuestas, aun si no sabría precisar de qué tipo.
Ahora que entendía de las cosas que debía saber y atisbaba a las que debería
saber, de pronto la pantalla de su televisor dejaba de ser un panel de vidrio y
más parecía un charco en el cual él pudiese zambullirse. En efecto, a punto
estuvo de hacer esto cuando cayó en la cuenta de que, así como estaba—vale
decir, completamente desnudo—, ir directo a un lugar así no parecía una muy
buena idea. Así pues, se levantó, fue al clóset y se vistió con una camisa a
cuadros de manga corta y unos pantalones de pana color caqui. Del otro lado,
sacó un bolso de mano y en él puso ropa de cambio, su teléfono, documentos y
pasaporte—en caso que tal lugar quedase en otro país—. También fue a la cocina
y metió unas barras de granola y una botella de agua. Luego se calzó los
zapatos, la chaqueta y el sombrero y se plantó frente al televisor. Una
corriente parecía soplar desde su interior, pero tan pronto la notaba como esta
dejaba de existir. Aun así, el charco que antes había sido la pantalla de su
televisor seguía ahí. Rozó su superficie con la punta de los dedos y una serie
de ondas se extendió hacia los bordes. La sensación no fue muy diferente a la
de haber tocado un charco real. Recogió la mano y la miró unos momentos: los
pelos se le habían erizado y una descarga recorría las puntas de sus dedos
pero, por lo demás, estaba seca. La sensación del paraje árido—un desierto,
estaba casi seguro— al otro lado seguía asentada dentro de él pero sabía que
tarde o temprano, al igual que la isla desierta, esta desaparecería y no se
volvería a presentar. Así pues, se armó de valor, apretó fuerte el bolso a su
lado y saltó a través del televisor.
Avanzar fue muy similar a lo que
sentía de niño al nadar en el mar. A veces, las olas eran tan grandes que lo
sobrepasaban, se envolvían sobre él y lo arrastraban en vueltas violentas hacia
la orilla. Por las malas, había aprendido a aguantar la respiración y cerrar
firmemente los ojos hasta que todo hubiese pasado. Y eso hizo.
Al
despertar, se encontró acurrucado en la grava junto a la carretera. El camino
se extendía en el horizonte como una delgada línea oscura. Atardecía. Se incorporó
y palpó su cuerpo, sacudiéndose la tierra. Estaba seco y aún conservaba sus
cosas… salvo el sombrero, tirado en medio de la carretera. Lo recogió y miró
alrededor. Nunca había estado en un desierto, pero había visto documentales del
Sahara y el Desierto de Atacama por televisión. Dejando de lado la aridez, este
lugar no se les parecía en mucho. Donde esperaba encontrar enormes dunas de
arena, había tierra plana y compacta, con algunos hierbajos y matojos
repartidos aquí y allá. En lugar de un desierto, el paraje árido había
resultado ser una llanura. El camino poco transitado tenía que ser una clara
alusión a la carretera.
“¿Tendría, acaso, que ser yo quien lo transite?”
La
carretera corría de este a oeste y, mientras que a un lado se ponía el sol, al
otro ya terminaba de oscurecer, un cúmulo de nubes divisándose a lo lejos. Se sentó
sobre una roca junto al camino y esperó. Ese lugar tendría respuestas —esto era
algo que sabía muy bien—, y en algún momento estas tendrían que aparecer.
Y
sin embargo, las horas pasaron y se hizo de noche. Si hubiese sabido que las
noches en la llanura serían tan frías, habría traído una manta o ropa más
abrigadora. También habría traído más comida. Ya había comido una de ocho
barras de granola y bebido un cuarto de la botella de agua. En su juventud
había dormido al descampado en ocasiones, pero siempre había estado acompañado,
tanto de gente como de una suntuosa cena. Ahora estaba solo y viejo, sus
recursos muy limitados y en un lugar desconocido. Si las respuestas no se
manifestarían por su cuenta, tal vez él debiera buscarlas.
Caminó
hacia el oeste, junto al camino. Pensó que sería agradable sentir el calor del
sol en su espalda tras horas de caminar. Aún si no encontraba las respuestas
que buscaba, tal vez el nacimiento del sol le devolvería los ánimos. Las nubes
a sus espaldas, sin embargo, tenían otros planes y pronto alcanzaron sus
talones, a cada mirada más turbias, augurando la tormenta. Y, tras tres horas
de caminata, la tormenta cayó. Cubriéndose la cabeza con el cuello de la
chaqueta apuró la marcha, mirando de lado a lado por si pasaba algún automóvil
o, cuanto menos, lograba divisar algún lugar donde refugiarse de la lluvia. En
eso estaba cuando, a sólo un par de millas al norte de la carretera, distinguió
una débil luz. La caminata cedió lugar al trote y, de este, a la carrera.
Corrió hasta quedar sin aliento y aún entonces no aminoró el paso. En su apuro
dejó caer el bolso y el sombrero, pero no le importó. La luz, que ahora
distinguía claramente como una fogata, le llamaba. Y supo que era una luz con respuestas.
Casi
llegaba al lugar cuando resbaló con el barro y casi cae, de no ser por una mano
que se le tendió momento indicado. Tratando de recobrar el aliento, se dejó
conducir hacia la fogata, donde fue sentado en un tronco frente a esta. Otras
manos, diferentes a las que le habían salvado de caer y conducido a la fogata,
le quitaron la chaqueta y la camisa, poniendo un chal de lana sobre sus
hombros. Otras manos pusieron un bol de sopa caliente entre las suyas. Entonces
levantó la vista.
Sobre
su cabeza había una amplia carpa de algún material impermeable, pues el agua no
caía ahí. La fogata se hallaba en el centro de un corro de piedras y a este, a
su vez, lo rodeaba un círculo de troncos posicionados en sentido horizontal. En
los troncos había gente sentada, algunos con boles como el suyo entre las
manos, otros con instrumentos y otros sin nada.
—Tómatela
antes que se enfríe —dijo la voz de una mujer a su lado.
El
señor Orlando, aún temblando, miró en su dirección y asintió dándole las
gracias. Tomó la sopa directo del bol, con parsimonia. Estaba deliciosa.
—Es
una noche extraña para encontrarnos, viajero —esta vez era la voz de un hombre.
Su tono era afable y cordial—. Ha pasado un tiempo desde que acogimos a alguien
en una noche de tormenta, pero supongo que una noche así es tan buena como
cualquiera para salir a buscar respuestas.
No
pudo más que asentir ante esto último y no le extrañó en lo más mínimo. Después
de todo, no había nada antinatural en ello: él estaba ahí para encontrar respuestas,
aun si aún desconocía las preguntas.
Miró
por sobre la fogata y por entre la gente tras ésta, y pudo ver una serie de
carromatos bordeando la carpa. Tres círculos concéntricos, incluyendo las
piedras, los troncos y los carromatos. Eso quería decir que conseguía respuestas
a tres de sus preguntas; una sonrisa asomó en su rostro.
—Muchas
gracias por su hospitalidad. No sé qué habría sido de mí de no ser por ustedes.
La sopa ha estado estupenda, por cierto. Espero, pues, no sonar descortés al
decir esto, pero siento que no es algo que pueda aplazarse más.
Hizo
una pausa para dejar el bol vacío entre sus pies e inclinarse un poco en dirección
al fuego. Entonces suspiró y añadió:
—Sé
que estoy aquí para encontrar respuestas que ustedes pueden entregarme.
También sé que puedo hacerles tres preguntas, las que sean, y que estas preguntas
son de alguna forma importantes para mí, hasta tanto como sus respuestas.
Quisiera, pues, pedir permiso para comenzar.
—Puedes
comenzar —dijo una voz que no había oído hasta el momento, una voz sin sexo ni
edad, pero cargada de sabiduría.
El
señor Orlando aclaró su garganta y comenzó:
—Pues
bien… ¿Qué es lo que realmente debo preguntar?
—Debes
preguntar sobre la máscara que llevas en tu rostro. La máscara es
una pregunta en sí misma.
Ante
esto se llevó una mano a la cara y, efectivamente, llevaba algo rugoso y duro
puesto sobre la cara. Entonces notó el poco aire que pasaba a través de los
orificios en la nariz de dicha máscara, los bordes en las aperturas para los
ojos, la estrecha rendija para la boca y los diminutos agujeros, casi
inexistentes, para las orejas. Apenas sí pudo oír su próxima pregunta:
—¿Por
qué llevo puesta esta máscara?
—La
máscara te la has puesto tú mismo. Para proteger y para lastimar.
Al principio podías ponértela y sacártela a voluntad, pero con el tiempo
comenzaste a pensar en la máscara como tu propio rostro.
Volvió
a llevarse las manos a la cara, y pudo comprobar que la máscara ya no estaba
ahí. Aparentemente, su rostro había vuelto a la normalidad. Pero aún había algo
que se sentía fuera de lugar, algo que, creía, finalmente podía empezar a
comprender. Volvió a palpar su rostro, ahora con más cuidado, y pudo sentir la
máscara bajo los pliegues de su piel.
—La
máscara es parte de mí… no. Incluso se podría decir que yo he pasado a ser
la máscara, aún si nunca me di cuenta. Si miro hacia atrás y le sigo el
rastro, puede que encuentre su presencia en cada una de las decisiones que he
tomado, cada una ramificándose en otras tantas, cada una con su consecuencia,
todas nutriéndose de la misma fuente… una fuente que está contaminada.
Miró
a todos los presentes que rodeaban el círculo, nunca logrando retener cada uno
de sus rasgos por más de una fracción de segundo. Sin embargo, recordaba sus
miradas solemnes y el leve asentimiento con el que le instaban a hacer su última
pregunta.
En
cierto modo, esa pregunta ya había ocurrido y así también había sido respondida,
pero el señor Orlando la pronunció de igual manera:
—¿Puedo
quitármela ahora?
—Ya
conoces la respuesta —la voz era clara y vibrante, y estaba grabada en su
cabeza.
Entonces
se quitó la máscara, y sonrió de verdad.